Los mandatarios Mariano Rajoy, Mario Monti, François Hollande y Ángela Merkel en la reunión en Roma. EFE |
Se reunieron tres tipos y una tipa en Roma: tres presidentes elegidos en elecciones y un tecnócrata que además era anfitrión. Y decidieron aprobar un plan para que este fin de semana hagan como que lo aprueban el resto de presidentes de la UE en una cumbre del siglo. Estaría bien que después el Parlamento Europeo también haga como que lo aprueba. El resultado parece excelente hasta el punto de que en el interior del bipartidismo sólo se discute si el autor es mamá Hollande y su mantra del crecimiento o papá Rajoy que fue invitado a la foto porque España no es Uganda.
Cuentan que acordaron que la UE destinará 130.000 millones de euros para hacer cosas. ¿Qué cosas? No sabemos. Lo previsible es que se trate de una especie de plan E a la europea en el que destinemos la millonada a obras públicas que generen empleo inmediato aunque ninguna riqueza posterior. Sería paradójico que los 130.000 millones fueran para crear servicios públicos que además de generar empleos, no son empleos sólo masculinos y tienen consecuencias sociales mucho más importantes: pero los servicios públicos deben ser mantenidos en el tiempo y por ello mientras aprobamos este plan para hacer rotondas desmantelamos la educación y la sanidad. Tampoco es muy previsible que los 130.000 millones sirvan, por ejemplo, para un plan de industrialización de la periferia europea. Eso sería una alternativa a la economía de ladrillo, las constructoras y la especulación que nos trajeron hasta aquí. Pero supondría luchar contra lo que Alemania ha conseguido con tanto esfuerzo: reservarse para sí el sector industrial mientras hacía del resto de Europa una economía de servicios que compra los productos alemanes.
Como han anunciado que esos 130.000 millones son compatibles con mantener el dogma de la austeridad es evidente que se harán gastos que no se prolonguen en el tiempo, es decir, pequeñas obras concretas que generen puestos de trabajo de corta duración pero no sean útiles a cambios estructurales positivos. Rotondas, muchas rotondas.
Con todo, cabe cuestionar el mantra del crecimiento. Si se trata de volver a crear empleo por esa vía hay que recordar que antes de la crisis España necesitaba crecer un 3% anual o más para generar empleo: no ya para acabar con los seis millones de personas que quieren conseguir empleo y no lo encuentran sino para que deje de aumentar ese número. En el mejor de los casos, volver a esas tasas de crecimiento costará muchísimo tiempo lo que hará que aumente la desesperación. Pero además si los países de la Unión Europea volvemos a recuperar tasas de crecimiento tan rápidas lo haremos necesariamente a costa de que otros países no se mantengan en la pobreza o de exprimir el planeta para que cada año produzca un 3% más sobre lo que produjo el año anterior. Volver al modelo previo a la crisis (que es lo que defiende el mantra del crecimiento) es imposible ecológica y humanamente.
No es imposible vivir mejor sin construir muchas rotondas nuevas ni volver a enladrillar los solares que nos dejamos sin construir en la época de vacas gordas. Pero para ello habría que modificar el reparto de lo que hay. El reparto del trabajo en primer lugar, es decir, invertir las políticas de estos años y en vez de prolongar los años que debe trabajar cada uno hacer que quienes trabajemos lo hagamos menos horas y menos años para que haya trabajo para más gente hasta que lo haga toda la gente que quiera encontrar trabajo: eso implicará necesariamente que alguien gane menos y para que eso le ocurra sólo a quien no necesita tanto como gana ahora haría falta un gobierno que gobierne la economía. Un gobierno de los de abajo. Haría falta también que se sustituya la ganancia rápida que impone el consumismo por producciones más duraderas y por tanto menos agresivas para el planeta y menos caras para la ciudadanía. Es decir, que se planifique la economía de tal forma que no sea imprescindible tirar el iPad2 porque ya ha salido el iPad3 ni tirar la lavadora porque han dejado de fabricar la goma de la nuestra.
Si para vivir algo mejor los de abajo necesitamos que Botín siga viviendo cada vez mejor esto revienta (más). El dogma de la austeridad consiste en que vivamos peor los de abajo para que Botín viva cada vez mejor. El del crecimiento en que viva mejor Botín para que caiga algo a los de abajo. El reparto consistiría en que Botín viva peor que ahora para que los de abajo sobrevivamos con dignidad. Y el crecimiento con austeridad es una cosa muy rara que no se sabe cómo se hace.
El mantra de las políticas de crecimiento es el sueño de volver a unos ritmos que se fueron para no volver. No cabe volver a los dorados noventa y ochenta (dorados para los constructores, no para los trabajadores cada vez más precarios ni para quienes no podían acceder a la vivienda aunque sobraran millones de pisos vacíos). Ni siquiera es imaginable la vuelta a los años 50 y 60 en que había socialdemócratas: al menos no es imaginable si no es a costa de empobrecer a otros pueblos del planeta. Si además se habla de políticas de crecimiento compatibles con la austeridad presupuestaria no sólo se trata de una quimera sino de una tomadura de pelo.
Claro que hacen falta reformas estructurales pero no orientadas al suicidio colectivo de los de abajo sino a la supervivencia del conjunto de los pueblos de Europa sin machacar para ello a otros pueblos. Y eso no lo va a aprobar ninguno de los que se reunieron en Roma. Lo aprueban los pueblos o no lo aprueba nadie.
Fuente: INFORMADOR.COM.MX
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